El asunto de la toma de decisiones es amplio y da mucho juego. Si algo he aprendido en esta vida ha sido que tenía que tomar decisiones y que cuando antes lo hiciera, un problema menos. Es algo que nos cuesta mucho, les cuesta mucho a nuestros Líderes. Los políticos lo tienen fácil, siempre se amparan en la mediocridad de la burocracia y lo dilatan todo cuanto pueden, y más si conviene, pero un empresario o un emprendedor no pueden permitirse ese lujo. Si no deciden tomar el tren y el éxito viajaba dentro, probablemente no vuelvan a tener otra oportunidad como esa que se les presentó.
Mi teoría consiste en que existen dos certezas universales cuando llegamos a este mundo: 1 Que vamos a morir, aunque no lo sepamos hasta al cabo de unos años y 2 Que vamos a tener que tomar decisiones. Después de algún tiempo sabiendo de estas dos, y ya en el mundo empresarial, me di de bruces y descubrí la tercera que casi nadie te enseña:
Si no somos capaces de hacer la segunda, alguien lo hará por nosotros en el exterior -nuestra competencia- y, mientras, nuestra aportación será tan tóxica para nuestro entorno como cualquier otra que no ayude a sumar.
Explicado esto a modo de introducción en el tema que nos ocupa, voy con la historia del Gerente y el Granjero, recogida en el maravilloso libro de Jaime Lopera y María Inés Bernal (La Carta a García y otras parábolas del éxito), que pone de manifiesto la falta de esta cualidad impagable entre nuestros Líderes, aunque ellos no lo sepan todavía.
Un gerente fue enviado por sus superiores a pasar unas vacaciones en el campo, con el objetivo de que se recuperara de sus tensiones de los últimos años y olvidara el trabajo cotidiano.
El granjero que lo acogió en su casa decidió darle algunas tareas para entretenerlo. La primera de ellas consistía en apalear varias toneladas de estiércol seco y distribuirlo como abono en los potreros. El granjero pensaba que ese cometido le ocuparía un día. Para su asombro, el gerente regresó a las dos horas con la tarea cumplida.
Apenas repuesto de la sorpresa, el granjero le pidió que le ayudara en el galpón a preparar unos pollos que debía remitir a la ciudad crudos y descabezados. Le dio un filoso cuchillo y regresó a sus ocupaciones en otra parte de la finca, pensando que con este oficio si que lo mantendría suficientemente ocupado por varios días. Al poco tiempo vio regresar al visitante muy alegre por haber terminado sus quehaceres en menos de la mitad del tiempo que se tenía previsto.
Entonces el granjero lo llevó a un cobertizo, le mostró un montón de sacos de papas y le pidió que las clasificara por su tamaño -grande, mediano y pequeño- y las dispusiera en ese orden para su envío en breve tiempo. Pasaron tres días y el gerente no se reportaba, así que el hombre corrió al cobertizo, temiendo que algo le hubiese ocurrido a su visitante.
Lo encontró pálido y dubitativo frente a un puñado de papas y se dio cuenta de que el trabajo de clasificación no había progresado en nada. El granjero miró al gerente con extrañeza, y este le respondió: