San Benito se enfrentaba a una situación muy especial en su tiempo. Tenía claros sus objetivos tanto como su vocación. La actitud egoísta de sus contemporáneos no le dejaban indiferente y su propia experiencia espiritual le había permitido comprobar, seguramente, que en la meditación se encontraban gran parte de las soluciones a los problemas de los hombres y mujeres de su época. Los estudiosos no habían puesto, por aquel entonces, nombres y apellidos a las diversas zonas que conforman nuestro cerebro y que ahora nos permiten identificarlas, así como sus funcionalidades; tampoco disponían de los escasos avances científicos que sobre él han hecho nuestros neurólogos y neurocirujanos contemporáneos; pero sí que habrían conseguido algunos, entre ellos, comprobar las bondades que experimenta nuestro cuerpo cuando practicamos la reflexión a partir de obtener la adecuada concentración y que acabamos identificando con la espiritualidad, en tanto que realizamos un viaje exploratorio hacia nuestro interior.
La obediencia no era para él un punto de llegada sino, más bien, de partida sin cuya función no se podía plantear nuevos retos de mayor calado, todo lo contrario de lo que resultaría en una organización sectaria. No debía ser nada fácil de explicar a sus coetáneos la verdadera funcionalidad de la obediencia y, sobre todo, su utilidad para alcanzar fines superiores. La espiritualidad se convertía en una guía hacia Dios para lo que se precisaba de una enorme fuerza de voluntad ya que, según aquellos santos varones, debían previamente desprenderse de cualquier carga terrenal, entendiendo por tal, posesiones y fortuna. A Dios se llegaba desnudo, sin nada más allá del intelecto y de las habilidades personales que cada cual hubiere cultivado, lo que tampoco era el resultado de su actuación sino de los dones otorgados a cada uno por el Señor. El camino a Dios tenía su esencia en la humildad y la obediencia era una consecuencia de la misma.
San Benito ha tratado de evitar, por todos los medios, que ningún abad se encuentre en la misma situación que él vivió y sufrió en el monasterio de Vicovaro. Para él, que se sigan las indicaciones del abad y se respete a los superiores es algo innegociable. En el Capítulo 71 de la Regla, Mutua obediencia de los monjes, nos habla, además, de obediencia entre los hermanos:
La virtud de la obediencia, no sólo se ha de prestar al abad, sino que también los hermanos se han de obedecer unos a otros.
Y de que:
Anteponiendo, como es debido, el mandato del abad y de los priores por él constituidos, que todos los jóvenes obedezcan a sus responsables con toda solicitud y afecto.
Realmente, dentro de cualquier organización es bueno que así sea, sí queremos continuar evolucionando en la dirección adecuada y con los ritmos oportunos. Él mismo, tiene en cuenta la forma de ser de los seres humanos y es realmente puntilloso al referirse al cumplimiento obediente como:
…cuando lo que se manda se cumple sin vacilaciones, sin demoras, sin desgana y sin murmuraciones y protestas. Otórguenla, pues, los discípulos de buen grado (…). Porque si el discípulo obedece de mal talante y criticando, aunque sólo sea en su interior, sepa que, aunque cumpla exteriormente ya no será su acción grata a Dios.
¿Verdad que esta actitud nos resulta conocida? Tampoco olvida los excesos que, en ocasiones, cometen los que dictan las órdenes y, en ese sentido, redacta Dificultades de la obediencia (68), explicándola de la siguiente manera:
Pero si ve que lo impuesto excede totalmente la medida de sus fuerzas, exponga al superior las razones que le limitan, con calma y en momento oportuno, y sin alterarse con muestras de obstinación, orgullo y contradicción.
San Benito mismo entiende que,
en determinadas circunstancias, se pueden estar dictando órdenes que escapan a la realidad de la capacidad de respuesta que puede darnos algún compañero o subordinado.
Encontramos, de una parte, la necesidad de atender responsabilidades y ejecutar tareas siguiendo disposiciones y ordenamientos para alcanzar objetivos. Si queremos que algo funcione debe existir una disciplina de trabajo y, por ende, una obediencia. Por el contrario, también observamos dificultades en ese cumplimiento, tanto por causas morales como por razones físicas, mentales y|o de idoneidad propias de cada individuo. Y sabemos que no sirven los métodos de la época relativos al castigo corporal, afortunadamente. Tampoco la imposición pura y simple parece darnos los resultados más esperados (¡esto hay que hacerlo así, por mis narices!) y es que todo cambia y evoluciona, menos el ejercicio del poder. Decía un director que tuve, que no había nada peor que un jefe con poder y tenía razón. Hablaba de poder, no lo hacía de autoridad. El poder como consecuencia de la disposición de una autoridad, es una fuente de continuos conflictos. Estamos acostumbrados, diría que educados, en el ejercicio del mismo, que no en el de la autoridad, de manera que a una apreciación nuestra el ordenado responda tal y como deseamos que lo haga, de ninguna otra forma y aún y así, probablemente, no nos satisfaga de forma completa su proceder.
Diríase que, como la mayoría procedemos de humilde cuna, estamos muy habituados a que se nos mande, a obedecer sin rechistar y, lo peor, sin pensar. Eso es herencia de otros tiempos, aunque verdaderamente haya enraizado muy fuerte en nuestra cultura empresarial sobre todo. En casa, nuestros hijos no están por la labor de atender a todas nuestras imposiciones y a nuestra pareja le resulta hasta gracioso que lo intentemos con él o con ella, por lo que sólo nos queda aplicar esa técnica (¿) en el ámbito profesional, allí donde las personas que están a nuestro cargo arriesgan el pan de sus hijos de no acatar nuestras órdenes. Obviamente, ni que decir tiene que, en medios militares, religiosos, carcelarios, etc., se dan circunstancias bien distintas, aunque en el fondo subyazca siempre el mismo referente: el ejercicio del poder nos permite cumplir expectativas y alcanzar objetivos a costa de obviar cualquier otra vía alternativa de mejora, asegurándonos el resultado mínimo esperado.
¿Por qué digo esto? Mientras pensemos que la obediencia es en un sólo sentido, estaremos incumpliendo una de las normas básicas de San Benito, la 71 en la que nos habla de la obediencia entre hermanos (Mutua obediencia de los monjes). No olvidemos que obedecer equivale a escuchar, hagámoslo pues. No sigamos convirtiendo el oficio de ejercer la autoridad en una obligación llena de sin sentidos para quienes son nuestros colaboradores y directos afectados por los resultados. Permitamos que acabe siendo el arte de dirigir, aprovechando todas y cada una de las mentes que nos rodean, el que nos haga alcanzar el mejor objetivo posible y con la mejor de las calidades a nuestro alcance, para satisfacción, no sólo de la dirección y|o del líder del equipo, sino para optimizar los resultados de la compañía y así poder mantener, e incluso incrementar, los puestos de trabajo. No obliguemos a adquirir la costumbre de obedecer, exenta de criterio aplicado, a nuestros compañeros a costa de que pierdan habilidad moral y renuncien a su virtud moral ya que, de hacerlo así, sólo contaríamos con personas mediocres dispuestas a cumplir a rajatabla nuestras directrices, sin pararse a pensar en las posibles oportunidades de mejora con las que nos podamos encontrar.
Necesitamos profesionales,
No necesitamos elementos obedientes que acaten sin más, sin preguntarse, sin cuestionarse, sin pensar en lo que hacen y sin conocer el por qué lo hacen y de qué manera interactúan con el resto de componentes de otros departamentos. El ser humano precisa, en su gran mayoría, saber y conocer lo que hace en toda su dimensión para poder dar un sentido y un significado a su esfuerzo. El artesano que teje, el que moldea el barro o aquel que forja el hierro cuenta con ese sentido. Parten de un concepto básico, disponen de unas habilidades y transforman la materia desde el principio hasta el final y eso da sentido a su trabajo. Cuando lo venden, lo hacen satisfechos (una forma de orgullo aceptable) porque alguien utiliza o dispone en su hogar de una pieza o un artículo que ellos han creado de principio a fin. Todo tiene sentido.
Cuando el cocinero|a de un pequeño restaurante nos prepara uno de sus deliciosos platos a lo que dedica un buen espacio de la mañana en su cocina, no se siente preocupado|a por el triste final que depararán los platos vacíos y prestos a ser depositados dentro del lavavajillas, sino que adquiere sentido todo el esfuerzo cuando alguien le dice que estaba delicioso, objetivo para el que estuvo esforzándose y cocinando realmente. El|ella dispuso todo, desde el primer momento, eligió lo que haría, analizó como lo haría e imaginó el posible resultado final. En cambio, en una línea de producción, en una empresa de instalaciones, en una entidad bancaria, incluso en un hospital o en una consultora, mucha gente no conoce el significado de lo que hace, de su esfuerzo, y se limita a obedecer y cumplir lo que le han dicho que haga. Entonces es cuando adquiere su mayor dimensión lo explicado en este mismo capítulo al desgranar la obediencia orgánica.
El momento álgido de la cuestión que estamos analizando nos llega cuando un empleado no es capaz de adoptar una decisión contraria a las normas en tanto que su habilidad moral no está suficientemente estimulada como para adoptar sus propias decisiones en aquellos casos en los que, desobedecer con criterio puede resultar más favorable a los intereses de la compañía que el mantenimiento de normas que no tuvieron en cuenta, al ser redactadas, todas las posibilidades que pudieran concurrir, muy especialmente cuando dicho empleado desconoce cuál es la finalidad de su parte de responsabilidad alícuota en el cómputo total de la tarea o del proyecto en el que está trabajando.
Por eso decimos que se precisan personas que sean capaces de pensar y obedecer. Obedecer porque, como ya se ha dicho reiteradamente, implica escuchar de una parte y comprometerse de la otra. En la medida que entiendo cuál es el objetivo último que persigue mi empresa, mi organización, mi labor o mi proyecto, me comprometo con él. Mi disposición a cumplir las normas es sumamente elevada pero, de otro lado, haber entendido esos objetivos y haber adoptado ese compromiso me permiten ser capaz de pensar por mí mismo y actuar con la habilidad moral que reclamaba Aristóteles, obteniendo a la par: satisfacción del cliente y cumplir objetivos de la empresa. Claro que, para que esto sea así y posible, precisamos facilitar formación (conocimiento) e información a todos los implicados y con las reservas mínimas e imprescindibles.
Un último apunte: desconfíen, por favor, de quienes se limitan siempre a cumplir y exigen el cumplimiento a rajatabla de normas y ordenanzas a sus compañeros, probablemente sea que su mundo es más fácil por estar perfectamente alineado con su escasez de miras y simpleza de expectativas. No son mediocres, son lastres en la empresa que conviene largar lo antes posible. El statu quo es su único refugio y no quieren perderlo; para evitarlo harán lo que sea necesario y esté a su alcance, aunque eso signifique el cierre de la compañía.
Por mucho que nos pueda parecer de las palabras de San Benito que instruye a sus seguidores en una obediencia ciega, no es tan así. Cualquiera que conozca a los monjes y monjas de cualquier monasterio benedictino, podrá comprobar que se trata de una de las órdenes más abiertas y predispuestas al diálogo y a la confrontación de ideas desde una vertiente generosa y desprovista de intencionalidad de convencimiento por imposición. San Benito nos prepara y nos forma a través de una obediencia humilde. No nos exige el camino de ver, hacer y callar. Nos abre puertas para que hablemos y nos expresemos, pero también es firme en la contrariedad, apelando a la humildad de sus monjes cuando indica en Dificultades de la obediencia (68):
Y si después de exponer sus motivos al superior, sigue éste pensando como antes y mantiene la orden dada, sepa el monje que le conviene, y animado por la caridad (…) obedezca
Porque al final, se ha de recurrir a una solución y alguien debe decidir el mejor camino para tomar y eso no siempre agradará a los que aconsejaban otras rutas alternativas, salvo que no actúen con caridad cristiana y convencidos de que, si al final tenían razón, no es menos cierto que existen muchos modos de llegar al mismo destino y que de los errores aprendemos todos. Que no es tan importante quién tuvo la idea acertada, que puede oscilar y lo que ayer era cierto hoy ser falso, como que, entre todos, alcancemos el objetivo previsto:
Y que nadie busque que se haga su parecer, sino que se lleva a término lo que es útil para todos.
Extraído de la Caridad entre hermanos (72), que debiera guiarnos siempre en nuestro quehacer profesional, tanto a directivos, como a ejecutivos y a productores.